martedì 8 luglio 2008

La manada (cuento)

Pudo ser una tragedia. Los vecinos aún agradecen a Santa Silicia, patrona del pueblo, cuando surge en secretas reuniones el recuerdo de aquel acontecimiento. El maestro Hernáez, testigo privilegiado del hecho, dejó constancia de aquel asunto con esmerada letra de imprenta y editó un folletín, con paciencia artesanal, en el viejo stencil de la escuela.
La historia se desató hace muchos años en medio de la nada.
Don Chilo proyectó un boulevard, incitado por las fotos de las revistas europeas que llevaban al bar unos chacareros daneses. Era hombre de grandes y silenciosos emprendimientos públicos. Había imaginado la presencia de una ancha calle de doble mano, separados ambos carriles por una fila interminable de eucaliptos. No existían posibilidades en el casco céntrico del caserío por obvias razones de trazado municipal, a pesar de las escasas veinte familias que vivían en esos parajes, así que, movido por su afán de progreso, imaginó la avenida en las afueras de Medanales. Allí estaba, en medio de una desolación llena de ondulaciones resecas y un viento duro como piedra, construyendo por propia idea y cuenta la Avenida de los Ocalitos, cuyo nombre escribió en una pequeña tabla de madera, con pinceladas de pintura verde.
Cargaba tosca en el carro para luego echarla sobre la traza que había terminado días atrás. Con la caja ya colmada quiso agregar varias paladas, motivado por la ansiedad de ver concluida su tarea. Lo calculó rascándose la cabeza, midiendo el cansancio de Bocha, su noble caballo de tiro, y las horas que le quedaban a la jornada. Se animó hundiendo la pala en el fondo de la cantera.
Ese fue el comienzo.
La tierra empezó a temblar como si desde sus entrañas una inmensa bestia se desperezara de larga siesta. Bocha huyó espantado zafando de las ataduras y el carro cayó hacia atrás volcando la carga y rompiendo con mil crujidos el cansado eje.
Las paredes altas de la tosquera se desmoronaron, desprendiendo enormes bloques de piedra caliza, huesos fósiles y remolinos de tiempo olvidado.
Una nube de pájaros negros oscureció la siesta y el piso de la cava se levantó empujado por una fuerza que lo estiró hasta partirlo.
Chilo manoteó el cuchillo de pelar naranjas que llevaba a la cintura y se afirmó sobre las alpargatas, escupiendo el escarbadiente que lo acompañaba a diario en sus faenas.
Una constelación de pupilas dilatadas ocupó la oscuridad de las grietas.
— Bichaje del infierno!— gritó retrocediendo. El espeso silencio que obtuvo como respuesta fue roto con su segundo alarido:
— Salgan pa' juera nomás si son machos!—.
Un vendaval de polvo lo pasó por encima, tronando como una estampida.
Pasado el sofocón pudo ver desde el piso una inmensa nube marrón que se alejaba trepando al cielo. Sin caballo y en medio de la nada se tomó su tiempo, sacudiendo el polvo de la boina con golpes secos contra su rodilla en alto y, de cuclillas, concentró la vista para escudriñar en el boquete rodeado de un halo de polvillo gris en terca suspensión.
Pudo escuchar rumor de agua y el silbido del viento rozando los huecos de un túnel.Chilo ya lo sabía, conoció decenas de cavernas bajo las barrancas del río buscando cierto tesoro de extraviados vikingos, de quienes hablaban unos dinamarqueses cada vez que se emborrachaban en el almacén.
Conocía el sonido de los anillos del aire girando en las perforaciones de los túneles... cierta melodía repetida en diferentes tonalidades mientras el hilo de viento pasaba.
Prendió un cigarro para charlar con la espera, hasta no poder más con la curiosidad y dejarse caer a la gruta.
Cada tanto la luz del día se filtraba desde el techo a través de los hoyos de las vizcacheras y las cuevas de los cuises. Pacientemente le contó al maestro acerca de una gruta del tamaño del salón de baile del club, más o menos, y enormes pilas de esqueletos brillando con desvergonzada fosforecencia. El espacio se angostaba como un embudo inmenso, conduciendo a una abertura perfectamente circular desde cuyo extremo llegaba el más extraño murmullo que haya escuchado. Ese túnel parecía estar hecho por un científico suizo, dicen que le dijo al maestro.
— Vea Don Hernáez, esa caverna era científica. A mí que no me vengan con macanas, ese aujero lo hizo un dotor suizo o algo así. Con decirle que era más redondo entuavía que un reló... usté no me creería. La caverna lo dejó atónito. En la oscuridad, atravesada por tajos luminosos que dibujaban lunas llenas en el piso, advirtió osamenta de animales fabulosos.
—Con estos caracuses de dragones se podrían hacer las colunas de la iglesia a nuevo. Usté se puede imaginar un caballo de veinte metros de alto? No? Bueno, imagineseló, porque yo lo ví ahí abajo, doña!— le dijo a una vecina que no salía de su asombro días después del suceso.
Al fondo se abría otro pasadizo. Anduvo atento hasta que la sombra de una mole lo detuvo.
Retrocedió con el corazón en la boca, apretándose de espaldas contra una pared. Sin otra alternativa, como fiera encerrada, echó mano de su cuchillo naranjero, afirmándose sobre los talones. Respiró profundo para sorprender con el latigazo de su brazo fuerte.
La sombra, pesadamente, atravesó con indiferencia el centro de la gruta. Un extraño animal de tres metros de alto, redondo, macizo, marrón oscuro, cruzaba ignorante del hombre que abría los ojos hasta las lágrimas.
—Un peludo como pa' cien personas!— repitió entusiasmado en su relato.
— Iba lo más pancho el bichazo sin decir ni mú! Y de enderepente se metió en el hueco de la cava pa' rajarse.
De un salto se montó sobre el caparazón. El animal no se inmutó, trepando a la superficie lo cargó hasta el río. Podía verse la polvareda alrededor de esas sombras, como si rasparan con sus portentosas uñas el piso seco. Bajó de un salto, enganchándose la bombacha bataraza en unas púas que sobresalían de la caparazón, regada de unos pocos pelos negros y gruesos como pasto.
Herido por la curiosidad, con el cuchillo bien firme en su diestra, se acercó de a poco a los animales. Bebían en la ribera, moviendo sus colas pesadas de un lado al otro azotando la tierra con golpes estruendosos.
—Me van a espantar los pejes!— gritó enfurecido.— Ahí mesmo dejé el trasmayo, caracho! Fue hasta ellos como rayo, pateándolos enceguecido, gritando hasta enronquecer la voz mientras era rodeado por cincuenta enormes animales que, amontonándose, parecían camiones oscuros apiñados en un embotellamiento de película.
— Se me escabullen ya pa´ otro lao, peludazos! Vamo, vamo! —insistió repetidamente.
En el medio del caos de moles apretadas gritó tan fuerte (dijeron que se escuchó en el pueblo), que las bestias corrieron desenfrenadas río abajo, tomando el camino del caserío.
Fue una estampida fenomenal. Detrás Chilo haciendo girar la boina en alto, enrojeciéndose la garganta al grito de: arre, arre! Reía a carcajadas. Arre, arre! Los grandes dientes bajo el bigote brillaban al sol mientras a los saltos, sorteaba plantas espinosas.
La manada entró por la calle principal como una horda invasora. El terror sacudió a los vecinos que volaron a protegerse en sus casas, sobre los techos o trepados a los grandes eucaliptos que temblaron como si un huracán hubiera querido arrancarlos de cuajo.
El maestro, que a baldazos regaba la calle para que el polvillo no echara a perder los pocos libros de la biblioteca, no atinó sino a adherirse de espaldas al único álamo de la vereda. Milagrosamente no fue aplastado por las moles que le rozaron el guardapolvo largo hasta los pies. Cuando pasó el último animal, quizá un acto reflejo, echó su baldazo de agua sobre las zanjas abiertas por las pezuñas de las bestías y se quedó mirando los remolinos de tierra suspendidos en el aire, con la boca abierta. Nunca tragó tanta tierra como en ese minuto y medio, reconoció después.
Los animales se movieron en medio de un estruendo que quedó suspendido en los alrededores por varias semanas. Llegaron hasta la calle costanera y tras una confusión de tierra volátil y horas desquiciadas se perdieron entre los médanos que rodean la desembocadura del río, varios kilómetros al sur del caserío. Cuando Chilo llegó a su casa encontró a Bocha resoplando, con las cinchas colgándole como hilachas desde el lomo y las pupilas dilatadas, desorbitadas todavía por el susto. Su mujer, bajando de un pino del que pendían pequeñas jaulas con jilgueros, le gritó con desesperación.
—Cómo te pudiste meter en medio de esos bichos! Mirá que sos inconsciente!
El Hombre dibujó una mueca de suficiencia mientras rozaba con las manos callosas su cabeza.
— Mansitos nomás... medio exagerao los peludos, pero debe ser de tanto andar por las grutas... hay raices pa'hincharse a lo pavote!... Preparáte unos mates.
No tardaron en llegar los vecinos. El policía, poniéndose la chaqueta, y el empolvado maestro del pueblo, todavía invadido de un temblor que le hacía sonar los dientes, lo interrogaron exaltados, derramando cierta ansiedad transpirada. A lo lejos, la nube marrón se asentaba sobre una zona de vastos medanales inexplorados; ya no había peligro. Los vecinos lentamente asomaron sus cabezas a los umbrales tapados todavía de blanco polvillo.
Chilo contó lo sucedido, mate en mano, ante el asombro de la gente.
— Acá me ven — dijo sonriendo— provisando confrencia 'e prensa! El policía mandó buscar el sulky para hacer una inspección ocular. Juró por sus cuarenta años de servicio encontrar al cuatrero que juntó ese bicherío sin pagar impuestos en su jurisdicción. No quiso entender razones cuando el maestro le hablaba de un fenómeno que revolucionaría la ciencia.
—Se trata de animales extinguidos hace más de diez mil años — decía. Esto atraerá a los científicos, Medanales será el centro de atención del planeta entero! Debemos prepararnos para recibir a esas multitudes que precisarán alojamiento, comida, comunicaciones, lugares de trabajo, mano de obra. Tal vez se construya el museo que tanto soñamos, una universidad, un centro científico.... Entienden? Progreso para el pueblo!
—Má qué progreso ni ocho cuartos! Más sacrificio por la misma plata! —vociferó el policía.Uno de los vecinos, acercándose con un peine en una mano y un frasco de gomina en la otra, se sumó a la opinión del uniformado:
—Mire,— le dijo al maestro— si por un casual va a venir gente por este asunto y empieza a meterse en el río pa mirar qué hay y esas cosas, después va a resultar que ni pescado vamos a tener! No lo voy a permitir. A mí, si me preguntan, no ví nada! Y me voy a encargar de decirle a toda la gente que ni abra la boca al respecto. Lo único que faltaba... por unos bichos deformes pagar el pato nosotros!
Mientras Chilo destapaba una botella de vino, los hombres discutían a los gritos.
Sólo cuando cortó en dados pequeños un queso casero y en rodajas gruesas un salamín oloroso, se apaciguaron los ánimos. Pero no terminó el debate hasta que se reunió la comisión vecinal y decidió ignorar el acontecimiento.
Quiso el destino que no se perdiera aquel suceso en el olvido, como tantas veces ocurrió con momentos importantes de nuestra historia. El maestro editó varios relatos en un folletín artesanal para guardar memoria del acontecimiento. Escribió en la tapa: "Algún día, cuando mis alumnos sean hombres y cambien las cosas, se recordará que una manada de gliptodontes, en estado salvaje, milagrosamente, apareció desde el fondo de una cava para ver la luz de un tiempo que los ignoró torpemente, volviéndolos a perder en los laberintos infinitos de la ignorancia, en las arenas extraviadas de un pueblo desacostumbrado a los dulzores del saber y de la ciencia. Ojalá al menos pervivan estos sueños."
Cada tanto leo el cuadernillo.
Me contaron que el maestro se mudó a un pueblito del sur, y luego de muchos años, en la época de la sangrienta dictadura militar, tuvo que exiliarse perseguido por sus convicciones democráticas. Quizá ahora viva donde seguramente no suceden estas cosas. Nadie cree lo que esa humilde publicación ha salvado del olvido, por supuesto. Relatos fantasiosos de un antiguo maestro de pueblo! Chilo, después de un tiempo de solitaria tarea, terminó un tramo de su calle que no llegó a ser boulevard y tampoco se unió a ruta alguna ni sirvió para nada. En las afueras del caserío, como un misterio que podría desvelar a futuros arqueólogos, la traza comienza en medio de un pastizal duro y reseco donde un cartel desahuciado reza: Avenida de los Ocalitos, con despintadas letras verdes.
Juró no revelar jamás el sitio donde se encontraba la tosquera. Y así fue. Tal vez no resulte imposible para algún buscador sensible ubicar ese umbral del tiempo olvidado.
Sólo que... quizá ya no tenga sentido.
A esta altura de los tiempos no se estila desandar las huellas de los relatos que merodean sigilosamente cocinas y fogones.

Nessun commento: